Historia, cuentos y leyendas

Aquí encontrarás algunos datos históricos acerca de Serrilla y también algunos cuentos y leyendas tradicionales de la montaña leonesa, que he conseguido recopilar.
Si puedes ayudarme con cualquier tipo de bibliografía en la que aparezcan referencias a Serrilla, envíamelo y te quedaré muy agradecido.


Presentación.

En la provincia de León se encuentra el pequeño pueblo de Serrilla; situado en el valle del Río Torío a 32 kilómetros al norte de la ciudad de León, a 3 kilómetros de las Hoces de Vegacervera y a 8 km de la conocida Cueva de Valporquero.
Se sitúa a una altitud de 1.060 metros sobre el nivel del mar, en la denominada Sierra Corbera.
Se trata de un pueblo perteneciente al Ayuntamiento de Matallana de Torío, situado en la margen derecha del río, en la ladera del monte La Cuesta, cuyas calles se encaraman por la pendiente dando lugar a empinadas cuestas.
Serrilla siempre ha estado vinculado a Matallana de Torío y ambos a la existencia de un monasterio en los alrededores de la Iglesia de San Félix que hoy pertenece a Villalfeide.
De hecho esta Iglesia fue la iglesia parroquial de los tres pueblos (Villalfeide, Matallana y Serrilla) hasta bien entrado el s. XX cuando se construyó la actual iglesia de Matallana.
Anteriormente, tanto Matallana como Serrilla pertenecían al Ayuntamiento de Vegacervera "Vega de Zerbera", hasta que a finales del s. XIX Matallana constituyó su propio Ayuntamiento y Serrilla se dotó de Junta Vecinal propia.
El pueblo está constituido por dos barrios claramente diferenciados, uno, cuyo origen es la Venta de la Ropería y el Molino cerca del río, y el otro, formado por la mayor parte del caserío a media ladera.
Serrilla debe su desarrollo al Real Cordel de Merinas. Aquí abrieron los frailes ropería para asistir a los grandes rebaños y pastores que venían del sur. Más tarde el monopolio de los rebaños pasó a los nobles del Concejo de la Mesta y se afincó aquí el Duque del Infantado.
Las roperías eran unas instalaciones muy importantes en la intendencia de los rebaños. En ellas además de fabricar el pan para los pastores y sus perros, se almacenaban los hatos o enseres de los pastores, se suministraba la sal para las ovejas, e incluso servían de enfermería.
Pocas de estas construcciones han llegado hasta nuestros días, pero sabemos que a pocos metros del Molino estaba la Venta de la Ropería que se conservó prácticamente intacta hasta hace pocos años y que hoy constituye un conjunto de viviendas que impiden reconocer lo que fue la antigua Ropería.
La disposición del pueblo da lugar a construcciones tradicionales, generalmente independientes, salvo en la plataforma más elevada en la que ya aparecen ejemplos de construcciones adosadas configurando el vial.
Recientemente se ha instalado en uno de los edificios de la parte alta del pueblo un albergue que por su situación domina el valle y desde el cual se puede contemplar todo el pueblo de Matallana.
Otra situación es la que prevalece en la parte baja próxima al río. La reciente restauración del Molino como Centro de Turismo Rural, manteniendo un cierto respeto a la edificación anterior ha potenciado el ámbito del puente y de la carretera, siendo esta la zona en la que se han construido las viviendas más modernas.
Actualmente se está construyendo, en el solar que ocupaba antes el Economato de la Hullera Vasco Leonesa, un Centro Geológico o Museo del Fósil con el fin de dar a conocer las riquezas arqueológicas del municipio, para lo que aprovecha la riqueza paisajística del entorno, presidida por el Pico Polvoreda y la cercanía del Puente Romano sobre el río Torío y de la Iglesia de San Félix.
Las formaciones geológicas del valle sobre el que se asienta esta localidad, el paisaje y la vegetación, hacen de Serrilla un lugar de obligado paso si se encuentra usted en estas tierras leonesas.


RESEÑA HISTÓRICA



CUENTOS POPULARES DE LA MONTAÑA LEONESA

El león y el ratón

Estando durmiendo un león en la falda de una montaña, los ratones del campo, que andaban jugando, llegaron allí; y casualmente uno de ellos saltó sobre el león, y éste le cogió.
El ratón viéndose preso, suplicaba al león que tuviese misericordia de él, pues no había errado por malicia, sino por ignorancia, por lo que pedía humildemente perdón.
El león viendo que no era digno de él tomar venganza de aquel ratón, por ser animal tan pequeño, dejóle ir sin hacerle mal.
Poco tiempo después el león cayó en una red, y viéndose enlazado, comenzó a dar grandes rugidos. Oyéndolo el ratón acudió al momento, y viendo que estaba preso en aquella red, le dijo:
Señor, ten buen ánimo, pues no es cosa que debas temer, yo me acuerdo del bien que de ti recibí, por lo cual quiero volverte el servicio.
Y diciendo esto, comenzó a roer con sus dientes y rompiendo los ligamentos de la red desató al león.

Fin


El Árbol del Ruiseñor.

Hubo una vez un lindo ruiseñor que hacía su nido en la copa de un gran roble. Todos los días el bosque despertaba con sus maravillosos trinos.
La vida volvía a nacer entre sus ramas. Las hojas crecían y crecían. También lo hacían los polluelos del pequeño pajarito.
Su nido estaba hecho de ramitas y hojas secas.
Algunas ardillas curiosas se acercaban para ver como los polluelos picoteaban el cascarón hasta dejar un hueco en el que poder estirar su cuello. Empujaban con fuerza y lograban salir hacia fuera.
Sus plumitas estaban húmedas. En unas cuantas horas se habrían secado y los nuevos polluelos se sorprenderían de lo que les rodeaba.
El árbol estaba orgulloso de ellos. Él también era envidiado por los demás árboles no sólo por tener al ruiseñor sino por la belleza de su tronco y sus hojas. Era grandioso verlo en primavera.
Al llegar el otoño, las hojitas de los árboles volaban hacia el suelo. Con gran tristeza caían, pero el viento las mimaba y las dejaba caer con suavidad. Al pasar el tiempo éstas serían el abono para las nuevas plantas.
Al ruiseñor le gustaba jugar entre sombra y sombra. Revoloteaba haciendo piruetas, buscando la luz y cuando un rayo de sol iluminaba sus plumas, unas lindas notas musicales acompañaban su alegría y la de sus polluelos.
Un día un hongo fue a vivir con él. Ya lo conocía de antes se llamaba Dedi, bueno, tenía un nombre muy raro, pero ellos le llamaban así.
El roble comenzó a sentirse enfermito, tenía muchos picores y su piel se arrugaba.
De vez en cuando le corría un cosquilleo por el tronco.
Estaba un poco descolorido, ni siquiera tenía ganas de que los ciempiés jugaran alrededor de sus raíces.
Él hongo estaba celoso del árbol y de su amistad con el ruiseñor.
Pensó que si le enfermaba, el ruiseñor le haría mas caso a él, envidioso de su amor no le importó hacerle sufrir.
Los demás animales convencieron al hongo para que abandonara al árbol. Así conseguiría, ser su amigo pero nunca por la fuerza.
A partir de aquel día siempre se juntaban para ver amanecer.
El hongo aprendió una gran lección, su poder y su fuerza debía utilizarlas, para algo bueno, para crear, no para destruir.

Fin.



El Asno y el perrito (Relato Popular)

Un hombre poseía un perrito y un asno. El perrito era muy inteligente y juguetón; el asno, muy trabajador, aunque un tanto torpe. El perrito era, en verdad, sumamente gracioso y gran compañero de su amo, que le adoraba. Cuando el hombre salía de la casa, siempre, al regresar, le traía alguna golosina, pues le alegraba ver cómo el animalito daba grandes saltos para sacarle de las manos.
Celoso de tal predilección, el simple del burro díjose un día, sin disimular su envidia. - ¡Le premia por verle mover la cola, y por unos cuantos saltos le colma de caricias! ¡Pues yo haré lo mismo! Se acercó saltando y, sin querer, le dio una tremenda coz a su dueño, quien, furioso, le condujo para atarle al pesebre.

Moraleja
Asume tu papel con optimismo: No todos sirven para hacer lo mismo.

Fin.


El árbol mágico

En el centro de una placita, en el pueblo, había un precioso árbol. El árbol tenía ramas muy largas para los costados y también para arriba. Parecía un poquito unos brazos locos que invitaban a los niños a subirse a él.
Pero el árbol, que ya era muy viejito, porque tenía 103 años, estaba un poquito triste. Resultaba ser, que de tan abuelito que era, de tan tan pero requete tan gordo que estaba - Había bebido mucha lluvia decían - , le pusieron una cerca a su alrededor...con un cartel. Pero como el no sabía leer... Estaba más y más triste porque era un abuelito sin la alegría de sus chiquitos.
Un día escuchó el árbol - porque saben oír muy bien ellos, eh! - que alguien leía el cartelito: - Árbol centenario. Monumento histórico nacional. Plantado por.....
Pero al árbol no le interesaba nada esas cosas, el quería oír risas y sentir cómo se trepaban los chicos... oir los secretos que le contaban... pero no le gustaba nada cuando las personas grandes le hacían daño, escribiéndolo o rompiéndolo.
Tanto tiempo había pasado... que el árbol ya se había cansado de esperar.
Cuando esa tarde de primavera, un chico, de unos 10 años, pasó la cerca !Qué contento se puso el árbol...! Tanto, que escuchen bien lo que pasó:
El chiquito fue a buscar a otro amigo para no estar tan solito. Treparon a una rama que iba para el costado del sol y se quedaron recostados contándose cosas... pequeños secretos de cosas que les gustaría hacer.
El árbol escuchaba todo y se reía con sus hojas alegres. Entonces pensó que sería una linda idea hacer un poquito de magia.
El chiquito que primero había trepado se llamaba Guillermo, el otro Agustín. Guillermo le contó a Agustín que él quería poder ganar muchas veces a las bolitas para que Jorge no se riera más de é en el colegio, y así Carlota se haría su amiga.
Al día siguiente misteriosamente, Guillermo ganó en todos los recreos a las bolitas y Carlota le dijo que lo había hecho muy bien y le regaló una bolita preciosa. Guillermo estaba muy contento y guardó esa bolita como "la bolita de la buena suerte"
Esa misma tarde, después del cole, fue saltando y cantando de alegría al árbol, a encontrarse con Agustín y le contó todo lo que pasó.
Así, el árbol escuchó todo y estaba muy feliz, ahora se reía muy fuerte con sus ramitas y sus hojas... - La magia funcionó! se dijo el árbol.
Agustín también le contó lo que quería hacer con muchas ganas y fue así como el árbol abuelito se convirtió en el ÁRBOL MÁGICO, el que concedía los sueños.

Fin


Los hijos del leñador o
El mago, el sastre y el cazador


En un tiempo muy, muy, muy remoto vivía una familia de leñadores tan pobre que tenía que compartir el hacha. Como talaban los árboles de uno en uno, apenas poseían dinero. De la madera que no vendían hasta aprovechaban el serrín. Tan pobres eran que comían la corteza de los pinos y se vestían con las hojas de las moreras que caían en otoño.
Un día un tremendo incendio arrasó el bosque y los leñadores se quedaron sin oficio porque ya no había árboles. Después de hablarlo mucho, los tres hermanos decidieron irse a buscar fortuna dejando en casa a sus padres.
Marchaban bromeando, cuando llegaron a un punto en el que el camino se dividía en tres direcciones. Cada uno continuó por una ruta diferente.
Antes de despedirse con gran pena, se prometieron que volverían a encontrarse allí mismo pasado un año.
El primero de los hermanos halló a un hombre con una túnica que cambiaba de color con la luz. Se cubría la cabeza con un sombrero puntiagudo en forma de cucurucho y lleno de estrellas dibujadas. El extraño le preguntó a dónde iba tan solo por el mundo.
A buscar fortuna –respondió muy seguro.
Pues vente conmigo –le animó.
Intrigado, el joven le preguntó cuál era su oficio.
Yo soy mago. Leo el futuro en las estrellas y hago aparecer palomas de mi sombrero –le informó orgulloso.
Al muchacho no le entusiasmaba aquella profesión tan rara.
Los reyes te llamarán para consultarte. Aprenderás a convertir el cobre en oro. Serás tan rico que no sabrás ni cuántas monedas llevas en el bolsillo.
Estas palabras convencieron al joven y se fue con él.
A su vez, el segundo hermano conoció a un sastre que buscaba un aprendiz al que enseñarle el oficio. El chico pronto cambió su ropa de hojas por un hermoso traje de buena tela. Las nieves invernales ya no le congelaban y los calores estivales no le derretían.
Por último, el tercero acabó acompañando a un valiente cazador. Su estómago se lo agradeció. Las tripas le rugían hambrientas desde que salió del hogar. Pronto demostró su dominio del arco, así que dejó de alimentarse solamente de frutas del bosque.
Pasado el año, los hermanos cumplieron su palabra y se juntaron en el mismo sitio en el que se habían separado. Los tres tenían ya un oficio, por lo que volvieron satisfechos a casa. Sus padres les recibieron muy contentos y escuchaban entusiasmados sus anécdotas.
Vivían tranquilamente cuando un día llegó al pueblo la noticia de que un dragón había raptado a las tres hijas del rey. El monarca ofrecía una generosa recompensa a los valientes que rescatasen a las princesas. Los hermanos, que echaban de menos la aventura, partieron en su ayuda. El mago invocó un hechizo que les guió hasta la cueva de la malvada bestia en una isla en mitad del río. Con el dinero ahorrado alquilaron un barquito que les acercó a la orilla. Ya en tierra se colaron a hurtadillas en la cueva.
El dragón dormía profundamente la siesta sin vigilar a sus rehenes.
Mientras roncaba a pierna suelta, los hermanos aprovecharon para rescatar a las princesas. No dejaron de correr hasta subir al barco.
Tanto jaleo despertó al monstruo. Con sus potentes alas voló hasta alcanzarles. Enfurecido les amenazó con soltar una bocanada de fuego para achicharrarles.
El cazador no le dio tiempo a que atacase. Apuntó con su arco y le clavó una flecha en el corazón. El dragón se desplomó muerto sobre la cubierta del barco. En la caída desgarró las velas con sus patas. Sin ellas el viento no les movería y se quedarían en mitad de aquel río perdido para siempre.
El sastre demostró su habilidad con la aguja cosiéndolas de nuevo. Y de esta forma consiguieron regresar a salvo al palacio.
Durante el viaje los hermanos y las princesas se contaron sus vidas. Al llegar a la corte se dieron cuenta de que se habían enamorado. Los padres de ellas, los reyes, y los padres de ellos, los leñadores, se alegraron mucho.
Gobernar un país es tarea complicada, así que el rey puso una condición para que pudieran casarse. Cada uno de los hermanos tendría que superar una prueba.
Al cazador le pidió que atravesase cuatro dianas seguidas con la misma flecha.
Al mago le mandó que encontrase una aguja en un pajar que estaba a muchas leguas de distancia sin moverse del palacio.
Al sastre le encargó que con aquella misma aguja tejiera una alfombra usando las hojas caídas en su jardín.
Los tres hermanos superaron la prueba con éxito. La corte entera exclamó un larguísimo “¡Oooooooohhhhhhhhhhh!” admirada por el talento de los jóvenes. Alguno incluso se quedó con la boca abierta para el resto de sus días.
Así, gracias a los oficios que habían aprendido, los tres hermanos se casaron con las tres princesas. Y como dicen en los cuentos vivieron felices y comieron perdices.

Fin.


Jorge el valeroso

En una pequeña ciudad no muy lejana, vivía un hombre junto a su hijo, al que todos llamaban Jorge el tonto, porque no sabía lo que era el miedo. Tenía muchas ganas de saberlo, pero nadie había conseguido nunca que el chico se asustara por nada. Una mañana, mientras desayunaban, su padre, cansado de esta historia le dijo:
- Si sigues en casa nunca comprenderás nada. Debes marcharte a conocer el mundo. Tal vez así llegues a entender algún día qué significa exactamente la palabra miedo.
Jorge estaba de acuerdo con las palabras de su padre, de modo
que al atardecer se despidió, y comenzó a caminar para ver si en algún lugar alguien podía ayudarle a solucionar su problema.
Cansado de buscar sin encontrar, una noche oscura llegó a una posada de la que salían unos gritos muy fuertes. Decidido, abrió la puerta y entró. Allí vio a decenas de hombres que bebían, discutían y se pegaban. Uno de ellos se giró hacia la puerta y al ver al joven le dijo con voz amenazante:
- Y tú qué quieres.
- Verá – respondió Jorge -, me gustaría que alguno de ustedes me ayudase a conocer lo que es el miedo.
- Si no te han dado miedo todos estos hombres – respondió el mesonero con ironía – lo único que te puede asustar por aquí es la torre del castillo. El rey ha prometido casar a su hija co el valiente que pueda dormir en ella tres noches seguidas…  hasta ahora nadie lo ha conseguido.
Los hombres que llenaban la posada guardaron silencio.
Miraban asombrados al mesonero. ¿Cómo podía enviar al chico a un lugar tan horrible?
Cuando volvieron la cara para advertirle de los peligros, Jorge ya había salido corriendo en busca de la famosa torre que tanto temor producía a todo el mundo.
Mientras llegaba al castillo, por el horizonte podían verse ya los primeros rayos del sol. Esa misma mañana el muchacho fue a ver al rey. Cuando lo tuvo enfrente, Jorge le explicó:
- Majestad, yo no sé lo que es el miedo pero quiero saberlo, de modo que le ruego me permita pasar tres noches en la torre del castillo.
 - Verás – respondió el rey -, la torre está hechizada y nadie ha conseguido permanecer allí tres noches seguidas. Si tú lo consigues podrás quedarte con todos los tesoros que la torre esconde, y además, podrás casarte con mi hija. Para conseguirlo sólo podrás llevar tres cosas contigo. Elige bien.
Buena suerte, muchacho.
Cuando terminó de hablar el rey dos guardias le condujeron hacia la torre. Jorge subió unas escaleras y pidió que le llevaran leña, unas cerillas y un carrete de hilo.
Llegó la noche y Jorge, cansado de los viajes, se sentó a descansar. Al dar las doce en el reloj empezó a sentir algunos ruidos que cada vez se hacían más fuertes.
Se acercó a la puerta y miró por la cerradura. Tenía ante sus ojos cientos de lobos salvajes que subían las escaleras corriendo hacia la sala en la que estaba.
Con mucha tranquilidad preparó un pasillo con leña desde la puerta hasta la ventana del salón. Abrió la ventana y encendió fuego a los trozos de madera con las cerillas que le había dado el rey. Cuando escuchó que los lobos golpeaban ya la puerta violentamente para pasar, la abrió de repente y todos los lobos quedaron encerrados en el pasillo de fuego que había preparado. Al verse atrapados, unos huyeron por donde habían venido y otros saltaron por la ventana cayendo al foso del castillo.
El chico, tras asegurarse de que no había nadie más en la torre, cerró la puerta y la ventana y se durmió al calor de la gran lumbre que había hecho.
Por la mañana, el rey subió a la torre a ver qué había sucedido.
Cuando vio a Jorge dormido en el suelo creyó que estaba muerto, pero Jorge, ante el ruido que había en la habitación se despertó.
- Pero muchacho, ¡creí que estabas muerto!
- No. He dormido muy bien y muy tranquilo. Creo que aquí tampoco aprenderé lo que es el miedo.
- Espera un poco. Sólo ha pasado una noche. Faltan otras dos.
En cualquier caso, te doy mi enhorabuena.
El rey se marchó y Jorge esperó impaciente a que llegaran las horas de oscuridad. Nada sucedía en la torre y el chico estaba empezando a aburrirse, así que cosió con el hilo un pantalón viejo y una camisa que encontró por allí e hizo una especie de muñeco.
Le ató las manos y el cuello a otros hilos largos que pasó por la lámpara para que cuando tirara de los hilos, la ropa se levantara del suelo y pareciera que bailaba. Jorge se puso a cantar alegres canciones mientras la ropa bailaba sola en medio del salón.
Estaba cantando tan alto que no escuchó que el reloj había dado ya las doce. Pero un ruido detrás de él hizo que soltara los hilos y el muñeco cayera al suelo.
Se dio la vuelta y vio que dos esqueletos se le acercaban.
- Buenas noches – dijo Jorge -. ¿Qué desean?
- Venimos a por ti – respondieron los esqueletos.
- Pues adelante; aquí me tenéis.
Uno de los esqueletos comenzó a andar hacia Jorge con los brazos extendidos, cuando en el corto camino que los separaba pisó el carrete del hilo con el que había estado jugando antes el chico, se resbaló y cayó al suelo tan fuertemente que todos sus huesos quedaron esparcidos por la habitación. El otro esqueleto y Jorge reían sin parar.
- ¿Qué hacemos ahora? – preguntó Jorge.
- No sé – le respondió el esqueleto -. Si quieres colocamos nueve huesos el final del pasillo y jugamos a los bolos.
- De acuerdo. Pero no tenemos una bola con que derribarlos.
- No te preocupes; usaremos la calavera.
Estuvieron jugando toda la noche, y cuando llegó el rey por la mañana volvió a encontrarse a Jorge dormido en el suelo.
- Dos noches has estado en la torre. Veremos si eres capaz de soportar la última…
Las palabras del rey despertaron al chico, que con mucho sueño le contó lo que había sucedido, y repitió que allí no sabría nunca lo que era el miedo. Pero todavía faltaba una noche.
El rey se marchó y Jorge estuvo dormido todo el día porque estaba muy cansado. Cuando se despertó, ya se podía ver la luna a través de la ventana. No tenía nada que hacer. La tarde estaba siendo un poco aburrida. Se puso en pie y empezó otra vez a cantar y bailar con su muñeco por ver si así se iban más deprisa las horas. Se ató los hilos a las manos y cuando bailaba, la ropa vieja bailaba también con él en medio del salón.
Cuando las agujas del reloj apuntaron al techo de la habitación, ante la mirada atónita de Jorge apareció de la nada un hombre muy alto, de aspecto horrible. Era viejo y tenía una larga barba blanca. El chico dejó de bailar y la ropa cayó inerte al suelo.
- Buenas noches, Jorge.
- Buenas noches, señor.
- Soy el más poderoso hechicero del mundo y vengo a destruirte.
- ¿Y cómo lo hará?
- Con mi magia. Observa.
El brujo sopló tan fuerte que el aire empujó a Jorge contra la pared. Como aún tenía atada la ropa vieja a las manos, al alejarse de donde estaba bailando, el muñeco se levantó milagrosamente del suelo y comenzó a moverse alrededor de la lámpara.
El hechicero asustado le dijo:
- ¡No puede ser! Eres tú el famoso mago al que protegen los fantasmas. No me hagas nada, por favor, y te daré todo el oro que desees. Te pido disculpas y te muestro mis respetos y admiración.
Mientras el hechicero se arrodillaba delante de Jorge, éste se desató los hilos y dijo: “fantasmas, dejadnos solos”, mientras la ropa vieja caía al suelo nuevamente. El hechicero, asombrado, llevó a
Jorge hasta una sala secreta en la que había montañas de monedas de oro, como le había prometido. El chico sacó todas las monedas al salón donde había estado las otras noches. Se despidió del brujo y esperó despierto la llegada del rey. Cuando llegó por la mañana y vio a Jorge sentado sobre una gran montaña de monedas de oro no podía creerlo.
- Preparen la boda – dijo -. Esta tarde mi hija se casará con
Jorge, al que todos conocerán a partir de hoy como “El valeroso”. Vayan a buscar a su familia para que estén presente en la fiesta esta misma noche.
Tuvieron una gran boda y una gran fiesta. Jorge estaba muy feliz con su padre y la hija del rey juntos. Cantaron y bailaron toda la noche, hasta que los recién casados decidieron ir a descansar.
Ya en la habitación, la chica pudo ver que Jorge estaba triste.
- ¿Qué te pasa, Jorge? ¿No eres feliz conmigo?
- Sí. Eres muy guapa y amable, y desde que te vi al llegar al castillo me enamoré de tus ojos, de tu pelo… y cuando te conocí también me enamoré de tu corazón. Pero estoy triste porque sigo sin conocer el miedo.
- No te preocupes. Ahora duerme y no estés triste en un día tan especial. Ya tendrás tiempo de saberlo.
Jorge se quedó dormido en poco tiempo, pues estaba muy cansado. En ese momento, la hija del rey salió sigilosa de la habitación y cruzó el pasillo sin hacer ruido. Entonces, en medio del silencio de la noche, la joven empezó a gritar:
- ¡Socorro! ¡Jorge! ¡Ayúdame! ¡Me van a matar!
Al escuchar los terribles gritos de su esposa, Jorge se levantó de un salto de la cama y cruzó el pasillo corriendo. Su corazón latía deprisa y su respiración era muy fuerte. Por su frente corrían gotas de sudor y sus manos y sus piernas temblaban. Cuando llegó al lugar en el que estaba la hija del rey, y ver que estaba cómodamente sentada en una silla riendo, pensó un instante y, satisfecho, rió con ella:
- Gracias - dijo con una sonrisa mientras recuperaba el aliento -.
Ahora ya sé lo que es el miedo: es lo que se siente cuando crees que vas a perder aquello que más te importa.
Ambos se abrazaron y volvieron a la habitación. Desde ese momento nunca más volverían a separarse.

Fin


El castillo de irás y no volverás

En un hermoso pueblo al lado del mar vivía un pescador con su mujer.
Eran ya mayores y no tenían hijos. Sólo se tenían el uno al otro.
Todas las mañanas, muy temprano, el hombre salía de su casa para ir a pescar. Un día, cuando llegó al mar, se montó en su pequeño barco y se alejó unos metros de la playa. Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy grande se había quedado atrapado en ella.
Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy grande se había quedado atrapado en ella.
Cuando vio al pescador, el pez asustado le dijo:
- ¡No me lleves a tu casa, por favor! ¡Devuélveme otra vez al agua! Y el pescador le respondió:
- Lo siento, pero no puedo devolverte al agua. Mi mujer y yo no tenemos dinero para comprar comida y lo único que podemos comer es lo que pesco cada día.
- De acuerdo –contestó el pez-. Puedes llevarme a tu casa, pero cuando terminéis de comer, tienes que recoger todas las espinas menos dos, y guardarlas bien durante quince días.
Entonces irás al lugar en el que hayas guardado las espinas y encontrarás a dos niños que deberás cuidar como si fueran hijos tuyos. Para protegerlos, cuélgales las otras dos espinas al cuello, y así nunca podrá pasarles nada malo.
El pescador llevó el pez hasta su casa y su mujer preparó con él una maravillosa cena. Cuando terminaron de cenar, el pescador recogió las espinas y las guardó detrás de unos árboles que había en los alrededores. A los quince días, volvió a aquel lugar como había prometido al pez y se encontró con dos bebés preciosos, tan iguales entre sí que parecían uno solo. El pescador lleno de alegría llevó a los niños hasta su casa y allí, su mujer y él los cuidaron como si fueran sus propios hijos.
Los años fueron pasando y los niños crecieron. Sus padres eran ya muy viejos y no podían trabajar.
Una noche, mientras el pescador y la mujer dormían, uno de los hermanos le dijo al otro:
- Esta noche saldré de casa a buscar un lugar mejor para todos.
- Toma esta pequeña botella llena de agua. Llévala siempre contigo. Si el agua cambia de color es porque algo malo me ha sucedido, de modo que sal enseguida a buscarme.
El joven hermano se guardó un cuchillo para protegerse de los peligros de la noche y salió de su casa en busca de un lugar mejor en el que vivir con su familia. Anduvo durante muchos días a través de un bosque sin encontrar nada hasta que una noche, mientras se preparaba para descansar un poco, en medio de la oscuridad pudo distinguir unas luces en el horizonte. ¿Qué podrían ser? Parecían casas.
Sí, eran casas. Al fin había llegado a algún lugar. Aunque estaba cansado, decidió llegar esa misma noche hasta el pueblo.
No había caminado unos minutos cuando se encontró con unos leñadores que volvían a sus casas y les preguntó si sabían qué pueblo era el que se veía desde ese lugar.
- Es un pueblo muy rico – le explicó un leñador-, pero nadie puede entrar ni salir. Antes de llegar hay en el bosque un monstruo de siete cabezas que controla la única entrada del pueblo. Así protege al pueblo de todos los peligros, pero a cambio, todos los años ese monstruo se lleva a la joven más guapa del pueblo, y este año se llevará a la hija del rey, que ha prometido que si alguien mata al monstruo antes de que se lleve a su hija, podrá casarse con ella.
El chico pensó durante unos instantes. Había encontrado la solución a sus problemas. Se despidió de los leñadores y corrió hacia la puerta del pueblo a buscar al monstruo de las siete cabezas.
Cuando faltaban unos metros para llegar a la entrada del pueblo, de entre la oscuridad del bosque apareció un monstruo gigante con siete cabezas, que le atrapó con sus garras dispuesto a matarlo. El joven no podía hacer nada; el monstruo lo tenía atrapado.
Por un momento creyó que había perdido la lucha, pero de pronto recordó algo que le había dicho su padre cuando era pequeño.
Con mucho esfuerzo, acercó una mano a su cuello y allí encontró la espina que le protegería. Agarró la espina con fuerza y se la clavó al monstruo, que cayó al suelo sin vida mientras daba un grito estremecedor.
El muchacho, aunque estaba agotado de la lucha, cortó las siete lenguas de las siete cabezas del monstruo para llevárselas al rey y poder así casarse con su hija.
Así que decidió andar un poco más y buscar un lugar seguro para dormir hasta la mañana siguiente, en que iría a ver al rey y llevarle las siete lenguas.
A la mañana siguiente, el joven comenzó su camino hasta el castillo del rey.
Cuando llegó a las puertas del castillo recibió una gran sorpresa: no podía ver al rey porque durante la noche, un leñador había matado al monstruo y le había llevado las siete cabezas, y la boda entre la hija del rey y el leñador se estaba celebrando en el castillo en ese momento.
El joven no podía quedarse sin hacer nada: tenía que ver al rey y contarle la verdad. Dio una vuelta alrededor del castillo en busca de la sala en la que se estaba celebrando la boda y cuando la localizó, trepó por el muro del castillo y de un salto, entró por una ventana.
- Arrestadle – dijo el rey.
- No majestad, espere – replicó el muchacho-. La boda no puede celebrarse. El leñador es un farsante.
- Habla – ordenó el rey.
El chico, tras disculparse ante el rey por presentarse de ese modo, le contó la verdad: que él había matado al monstruo. El rey no podía creer lo que el muchacho le contaba.
- ¿Cómo puedes probar que lo que dices es cierto? – preguntó el rey.
- Anoche, yo mismo maté al monstruo. Como prueba de que lo que digo es cierto traigo aquí sus siete lenguas. Esto significa que yo lo maté antes de que el leñador con su hacha cortase las cabezas del monstruo. Comprobad si las cabezas que trajo el leñador tienen lengua o no.
El rey, tras ver que lo que decía el chico era cierto, mandó expulsar del pueblo al leñador inmediatamente y casó a su hija y al hijo del pescador ese mismo día, como había prometido. Los recién casados disfrutaron del banquete y de una gran fiesta. El chico estaba feliz. Ahora podría volver a su casa a buscar a su familia para que vivieran todos en aquel maravilloso pueblo.
La fiesta terminó y la hija del rey acompañó al joven a su habitación. Cuando llegaron, el chico se asomó a la ventana para respirar el aire fresco de aquel lugar y vio a lo lejos un castillo rodeado de unas extrañas luces.
- ¿Qué es aquello? – preguntó a la hija del rey.
- Es el castillo de irás y no volverás – respondió la princesa-. Allí vive una vieja y malvada hechicera. Todos los que van, desaparecen. Nadie sabe qué sucede, pero ninguno de los que han ido a capturar a la bruja ha conseguido volver. Mi padre ha prometido regalar el castillo y todas las tierras que lo rodean al que consiga acabar con ella.
Entonces el chico tuvo una idea. Esperó a que la princesa se quedara dormida y salió del castillo en silencio. Se montó en el caballo más veloz del rey y con una lanza se dirigió a toda prisa hacia el castillo de la bruja.
Cuando llegó, vio a cientos de hombres tumbados en el suelo sumidos en un profundo sueño. Mientras los intentaba despertar para que le ayudaran a acabar con la bruja, ésta, desde una ventana, le lanzó su poderoso polvo del sueño y se quedó dormido junto a los demás.
En ese momento, su hermano, que nunca se había separado de la botella que le había dado cuando se marchó, vio cómo el agua iba cambiando de color.
Preocupado, salió de casa y cruzó sin descanso el bosque durante varios días y varias noches hasta llegar al pueblo.
Era ya muy tarde cuando la princesa, que estaba asomada a la ventana de la habitación para ver si volvía su amado, vio llegar al hermano cansado del viaje. Bajó a buscarlo creyendo que era su amado, pues los dos se parecían mucho.
- Te he echado mucho de menos – dijo la princesa-. ¿Dónde has
estado este tiempo?
Él, que no quería preocupar a la princesa, le respondió:
- He ido a ayudar a mi hermano porque estaba en problemas.
La hija del rey, más tranquila, acompañó al que creía su marido a la habitación. Al llegar a la ventana, el hermano preguntó a la princesa:
- ¿Qué es aquel castillo que se ve desde aquí?
- Te dije que es el castillo de irás y no volverás. No vayas, por favor, me da mucho miedo la malvada hechicera que vive allí.
El chico comprendió dónde podría estar su hermano. Cuando la princesa se durmió, salió de la habitación en silencio, y corrió con un caballo hasta el castillo de la bruja.
Al llegar, vio a su hermano dormido en el suelo. Se bajó del caballo para despertarlo, pero mientras lo intentaba, la bruja, que vigilaba todo desde una ventana, le lanzó su poderoso polvo del sueño.
Algo iba mal para la bruja: el chico no se dormía. Le lanzó más y más polvo pero no tenía efecto.
Entonces, la bruja completamente encolerizada se lanzó desde la ventana hacia el joven y agarró con sus feas manos el cuello del chico para acabar con su vida.
Él sentía que ya no tenía aire e intentaba quitar las manos de la bruja de su cuello, cuando, de pronto, tocó la espina que llevaba colgada y recordó las palabras de su padre. Con fuerza, clavó la espina en una mano de la bruja, que se quedó paralizada.
Después, en un segundo, su horrible figura se convirtió en un humo negro, desapareciendo así para siempre.
El sol empezaba a salir y todos los hombres que estaban dormidos alrededor del castillo de la bruja empezaron a despertarse.
Cuando todos se despertaron, dieron las gracias al nuevo héroe por salvarles del hechizo de la bruja y lo llevaron a hombros hasta el castillo del rey. Allí, el rey y la princesa salieron a recibirlos.
La princesa, al ver que su amado no era uno, sino dos, y que además venían acompañados de todos los valientes que intentaron desde hace años acabar con la bruja, pidió una explicación.
Los dos hermanos le contaron toda la historia, y el rey, muy contento por el valor que había mostrado el muchacho al haber derrotado a la bruja, mandó ir a buscar a sus padres y les regaló, como había prometido, el castillo para que vivieran tranquilos el resto de su vida.
El hijo que se había casado con la princesa vivió feliz junto a ella, y muchos años después se convertiría en el rey del lugar.
El nuevo rey tendría siempre como consejero a su hermano, del que nunca volvería a separarse.

 
Fin.


Juan el de la vaca.

Esto había de ser un hombre que tenía un hijo y una vaca. La vaca era muy hermosa y el hijo algo tonto.
El padre lo mandó un día a vender la vaca, porque les hacía falta el dinero. A Juan, que así se llamaba el hijo, le daba mucha pena, porque estaba muy encariñado con el animal, pero no tuvo más remedio que obedecer.
Al pasar un monte, le salieron unos ladrones y le robaron la vaca.
Pero él fue siguiéndolos y los vio entrar en la casa donde vivían.
Volvió a la suya y el padre le preguntó:
- ¿Cómo es que vuelves tan pronto? ¿Ya has vendido la vaca?
- No, padre, que me la han robado.
- Corno que eres tonto.
- No se preocupe usted, padre, que la vaca me la cobro.
- ¡Tú qué vas a cobrar! -dijo el padre muy enfadado.
Entonces Juan se disfrazó de doncella y fue a casa de los ladrones.
Preguntó si necesitaban criada y ellos dijeron que sí. De manera que se quedó a servir con ellos.
Por la noche el capitán la llamó a su habitación y dijo a los ladrones:
- Esta moza parece un poco arisca. Si oís gritar, no acudáis ni hagáis caso, que esto es cosa mía.
Bueno, pues ya el capitán apagó la luz y entonces Juan sacó una correa que llevaba debajo de las sayas y empezó a darle correazos al capitán, venga correazos. Y aunque éste gritaba, nadie acudió a socorrerlo.
Cuando ya el capitán estaba sin poder moverse, Juan cogió todo el dinero que encontró por allí y se escapó por una ventana, diciéndole:
- Que no se te olvide que soy Juan el de la vaca.
Cuando llegó a su casa, le dice al padre:
- Tome usted, padre, que ya me he cobrado la vaca. Pero ahora tengo que cobrar más.
Mandó hacerse un traje de médico, y así vestido se acercó otra vez a la casa de los ladrones.
Estos andaban buscando precisamente un médico, desde que vieron cómo había quedado su capitán. Así que, nada más ver al médico, le pidieron que entrase.
Entró el médico, reconoció al capitán y dijo:
- Esto es de una soberana paliza que le han pegado.
- ¡Sí, señor! -dijeron los ladrones-. ¡Qué médico tan sabio!
Entonces el médico mandó a cada uno de los ladrones a buscar una cosa distinta por todos aquellos pueblos.
A uno lo mandó por vendas, a otro por alcohol, a otro por algodón, a otro por una pomada, así hasta que no quedó ninguno en la casa.
Y en ese momento se fue otra vez para el enfermo, se sacó la correa y se lió a correazos con él diciéndole:
- ¡Que soy Juan el de la vaca! ¡Que soy Juan el de la vaca!
Cuando se cansó de darle correazos, llenó unos cuantos bolsos de dinero y se fue de allí.
Al día siguiente Juan se disfrazó de cura. Como el capitán había quedado bastante grave, los ladrones estaban a la puerta por si pasaba un cura, y en cuanto lo vieron venir, le pidieron que entrara a asistir a un moribundo.
Juan subió a ver al enfermo y dice:
- ¡Huy, este hombre se va a morir ya mismito! Corriendo, id al pueblo y uno que me traiga el copón, otro el santóleo, otro el roquete, otro la estola, otro el hisopo...
Así fue diciendo, hasta que no quedó ningún ladrón en la casa.
Entonces otra vez se fue para el capitán, que nada más verlo gritó:
- ¡No, por favor, otra vez el de la vaca no! ¡Llévate todo el dinero que quieras, pero no me des más correazos! Mira, ahí está la caja. Coge todo lo que quieras.
Juan cogió todo el dinero, menos tres pesetas para que comieran aquel día; pero todavía antes de irse le dio un par de correazos al capitán.
Cuando llegó a su casa y le entregó a su padre todo el dinero, le dice éste:
- Hombre, pues no eres tan tonto como yo creía.
Pero Juan estaba preocupado, porque sabía que de un momento a otro se presentarían los ladrones a ajustarle las cuentas.
Así que no se despegaba de la chimenea, y tenía preparado un caldero de pez, por lo que pudiera ocurrir.
Una noche sintió pasos por el tejado y se dice:
- ¡Ahí están!
Oyó que uno les decía a los otros:
- Bajadme con una cuerda poquito a poco.
Entonces Juan atizó la lumbre y el otro que venía para abajo mete los pies en el caldero y se abrasa. Dice:
- ¡Arriba, arriba!
- ¿Qué te pasa? -le preguntaron los otros.
- Nada, …que está muy oscuro y me da miedo.
- ¡Pues vaya un ladrón que estás tú hecho! -dijo otro, y empezó a bajar por la cuerda.
Cuando llegó al caldero, también se abrasó los pies y gritó:
- ¡Arriba, arriba!
- ¿Qué te pasa?
- Nada, …que hay muchos mosquitos.
- ¡Pues vaya ladrón que estás tú hecho! -dijo otro, que era el capitán-.
Ahora bajaré yo y, aunque diga «arriba, arriba», vosotros más me bajáis.
Empezó a bajar el capitán por la cuerda y al momento se puso a gritar:
- ¡Arriba, arriba, que está aquí el de la vaca, que está aquí el de la vaca!
Pero los otros, ni caso. Cada vez más abajo, hasta que el capitán cayó enterito en la pez hirviendo y se quedó como un chicharrón.
Y colorín colorao, este cuento se ha acabao.


Fin.


La abeja haragana

Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
-No es cuestión de que te canses mucho -respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días -le respondieron-, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido -le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras-. No hay entrada para las haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan- respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
-¡Ay, mi Dios! -clamó la desamparada-. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde -le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. AI fin llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: -¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo tengo la culpa.
-Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: -¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándosé ligero -. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel -respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? -se rió la culebra.
-Así es -afirmó la abeja.
-Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
-¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado -contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le daba sombra. Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer -dijo la culebra-. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida - dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
-¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita- salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.

Fin.


Almendrita

Érase una vez un matrimonio muy apenado porque no podía tener hijos. Los esposos deseaban, más que nada en el mundo, compartir su amor con un niño. Tanta era su tristeza, que se pasaban las noches enteras llorando por no poder acunar a un bebé.
Habían probado todos los trucos y remedios que conocían sin que la mujer se quedara embarazada. Desesperados acudieron a la hechicera del lugar. La bruja se compadeció mucho de ellos y les entregó una semilla de cebada para que la plantaran en un tiesto. El marido y la mujer se miraron asombrados sin entender lo que pretendía pero siguieron sus instrucciones.
Días después brotó una preciosa flor en la maceta. En medio de la planta estaba sentada una niña tan hermosa como diminuta. Por su tamaño, igual que el de una almendra, su madre la llamó Almendrita.
Ningún nombre habría podido describirla mejor. Era tan pequeña que su padre la paseaba asomada al bolsillo de la chaqueta.
Una cáscara de nuez le servía de cuna y se bañaba en un dedal. No les importaba que fuera así de chiquita porque había llevado una gran felicidad al hogar del matrimonio.
Una noche un sapo secuestró a Almendrita cuando dormía.
Mientras soñaba con mirar el mundo desde lo alto de una gigantesca montaña, el bichejo la arrastró sigilosamente a su cueva para casarla con su hijo.
La madre quedó horrorizada cuando descubrió la camita vacía por la mañana. Desesperados y medio dormidos buscaron a su hijita por todos los rincones de la casa.
- Es tan diminuta que puede estar en cualquier sitio –se lamentaban.
Muy lejos de allí los sapos se concentraban en organizar la boda a la que estaba invitada toda la charca. En tanto decidían dónde sentar a sus parientes, dejaron a Almendrita en una hoja de morera junto a la orilla. Desde aquella altura no podría escapar.
Tan cerca estaba del agua que los peces cortaron el tallo y la deslizaron subida a la hoja por la corriente del río. Los sapos no se enteraron porque estaban despistados probándose el chaqué.
Al pasar cerca de tierra, Almendrita saltó a la orilla donde se encontró con un escarabajo. Al insecto le gustó tanto aquella diminuta niña que se la llevó a su casa para casarse con ella… pero todos sus amigos se rieron de él.
- Un escarabajo debe casarse con una escarabaja –le picaban.
Cansado de sus burlas, el escarabajo devolvió a la niña al lugar en el que la había conocido y se buscó una novia escarabaja para que le dejaran en paz.
Pasito a pasito, Almendrita llegó caminando a la casa de una ratita silvestre.
- ¿De dónde vienes niña? –le preguntó curiosa.
- Un sapo me secuestró y me llevó a su cueva para casarme con su hijo. Después los peces me raptaron y acabé viviendo con un escarabajo muy feo que también quería que fuera su esposa.
Pero sus amigas escarabajas le dijeron que no se casara conmigo y me devolvió al mismo sitio en el que me encontró.
Desde allí vengo andando –explicó Almendrita su aventura.
- No te preocupes. Podrás quedarte a vivir conmigo –se ofreció la simpática ratita.
Con el tiempo las dos se hicieron muy amigas. Almendrita conoció a sus nuevos vecinos, entre los que estaba un topo cegato que acabó enamorándose de ella. Así que el animal también le propuso casarse con él pero la niña le rechazó. A ella le gustaba mucho el sol y el topo no podía soportarlo. Por eso vivía en una cueva bajo tierra. No estaban hechos el uno para el otro aunque también se hicieron buenos amigos.
Así conoció Almendrita a la golondrina con la que el topo compartía su madriguera. Durante el invierno hablaron muy poco ya que siempre estaba dormida. Hasta que un día de verano, estando Almendrita de visita, el pájaro despertó con el calor. Estiró sus alas cuanto pudo y charló con la niña.
- ¿Quieres acompañarme en mis viajes? –invitó a Almendrita.
- ¡Sí, sí! Iré contigo porque ya estoy aburrida de vivir aquí.
- Súbete en mi lomo –le dijo la golondrina.
Sobre su espalda, Almendrita sobrevoló el país. En tierra pudo ver a sus padres, que la seguían buscando.
- Estoy bien, padres. Me marcho a explorar con mi amiga la golondrina -les tranquilizó desde el cielo.
- Con lo pequeña que es y lo alto que ha llegado –bromeó el matrimonio.
Finalmente la golondrina aterrizó en un campo con muchas flores donde reinaban los pájaros. Cada flor contaba con su rey y su reina. Pero había una que sólo tenía rey, el gobernante de los pájaros.
El rey estaba muy triste entre tanta pareja. Su flor le parecía demasiado grande para él solo. En cuanto vio reír a Almendrita cayó rendido a sus pies. Así que le ofreció que fuera su reina. Ella aceptó encantada y se casaron.
Almendrita, pese a su minúsculo tamaño, llenó la flor con su alegría. Y cumplió su sueño. Para que pudiera acompañarle en sus paseos, el rey de los pájaros le regaló unas alas con las que volar juntos.
Desde las nubes el mundo ya no le parecía tan enorme.

Fin



LAS LEYENDAS DE SERRILLA


A través de esta página, te ayudaremos a conocer las leyendas, esa parte tan importante del patrimonio cultural de Serrilla, con su mezcla de historia, arte, costumbres y creencias.
Cada lugar de León, tan variado en su geografía, con sus cuevas recónditas, sus aguas, sus montañas, sus tierras yermas a veces y casi siempre fértiles, han motivado la creación de todo ese mundo maravilloso, ese gran tesoro de imaginación, esa parte escondida, a veces sagrada, a veces profana, basada en un deseo de encontrar esos tesoros escondidos, en adivinaciones, en brujas y duendes.
Relatos fantásticos que nos acercan a ese niño que todos llevamos dentro y que nos permiten acercarnos y encariñar a las generaciones venideras y más jóvenes por Serrilla, para que sea una forma más de conseguir que Serrilla viva, que no quede en el olvido.
A través de www.de-leon.com te ayudaremos a conocer todo lo que se ha escrito sobre las leyendas y mitos. Pero como sabemos que sobre muchas de éstas nada se ha escrito, también recogeremos las leyendas que tú nos mandes y con sumo gusto las incluiremos en este apartado. Esperamos tu colaboración. Ojalá consigamos, entre todos, que esta página no quede vacía y que a través de ella lleguemos a los niños y adolescentes de Serrilla, y en general, a todos los interesados por el mundo maravilloso de la imaginación.
Detallamos a continuación las leyendas de Serrilla sobre las que hemos encontrado algo escrito:


Serrilla, el reino de los niños


Hace muchos, muchísimos años, cuando el cielo estaba más cercano a la tierra que ahora, y el embravecido mar cubría infinidad de valles y montañas, vivía en Serrilla un poderoso mago o hechicero. Tan alto como el más alto pino de la montaña, llevaba sobre la cabeza un frondoso árbol, de verdes hojas y tupido ramaje. Su barba, de muchísimas varas de largo, era de musgo, lo mismo que las cejas y pestañas. Su vestido era de corteza de encina, y su voz como el rodante trueno, y debajo del brazo llevaba una gaita tan grande como la iglesia de este pueblo.
Las más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando anchos espacios de tierra al descubierto.
Una vez fue atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se convirtieron en pinos y robles.
Jamás se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo. Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía su voz.
Viendo que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran buenos y amables, así es que decidió poblar Serrilla de niños solamente.
Y comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y encantador sería Serrilla.
Allí no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía, para adormecerlos, las canciones más suaves, de suerte que les infundía hermosísimos sueños.
Jamás se oyó en Serrilla una palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres, que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música hacía producir yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran siempre bien mantenidos.
Ningún muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.
Si por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra de un árbol frondoso.
En una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa, puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el suyo, tranquilo y venturoso.
También hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su prójimo.
Enfermedades o muertes eran desconocidas en Serrilla, porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir, teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.
Nadie sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil todo conocimiento.
Sin embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo: "Esto es mío." Y al decir uno de ellos "Esto es mío", los demás lo dijeron también.
Construyeron varios otros chozas como el primero, pero algunos, más listos u holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya echas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los intrusos conquistadores se reían.
Por lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de reconquistarías con sus puños, y comenzó... la primera batalla.
No faltó uno que fue en seguida con el cuento al Mago, quien sopló con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o correveidile que se fue con el cuento al Mago.
Y así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino del buen Mago.
Y se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos de Serrilla se conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y pensó cómo atajar y remediar aquel mal.
¿Soplaría con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.
Pensó más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo, y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes, y otros holgazanes.
Determinó entonces regalarles algunas cosas, y dió a cada uno ovejas y perros, y un jardín para su uso particular. Pero esto sólo sirvió para aumentar la discordia.
Varios plantaron y cultivaron sus jardines, mas otros los dejaron abandonados; y viendo que los jardines de los diligentes estaban hermosísimos y que sus rebaños tenían sabroso pasto y daban leche en abundancia, la envidia y la rabia subió de punto. Los holgazanes formaron una liga contra los diligentes, les atacaron y arrebataron muchos de sus jardines.
Retiráronse al principio los buenos trabajadores a otros lugares más frescos, que se transformaron también en bellos jardines debido al sudor de su rostro y al trabajo de sus manos; pero después, cansados de la insolencia de los holgazanes, resistieron valientemente, y durante la refriega algunos perdieron la vida.
Al ver la muerte por vez primera les sobrecogió terrible pavor y tristeza, y juraron tener paz unos con otros para siempre.
Mas todo en vano; no pudieron permanecer tranquilos mucho tiempo; y como no les era permitido por el juramento darse muerte, comenzaron a robarse sus propiedades y utensilios con fiera alevosía... y las cosas iban de mal en peor.
Viendo lo cual, se apoderó tal tristeza del corazón del Mago, que de sus ojos brotaron ríos de lágrimas, ríos que, atravesando el valle, iban a perderse en el mar; y sin embargo, los malvados niños jamás consideraron que éstos estaban formados por las lágrimas que su bondadoso padre derramaba por ellos, y continuaron en sus pendencias, robos y asesinatos.
Por lo cual, el buen Mago lloraba más y más, hasta formarse impetuosos torrentes y cataratas que devastaban las tierras, formando un vastísimo lago, en el que perecieron ahogados innumerables criaturas.
Entonces cesó de llorar e hizo soplar un viento suave que secó la tierra anegada. ¡Pero qué espectáculo tan triste! Toda la verdura se había desvanecido, y las casas y los jardines yacían derribados debajo de montones de piedra; y los ganados, por falta de pasto, no daban leche. Entonces los despiadados niños cortaron los pescuezos de las ovejas con piedras afiladas, para ver dónde se ocultaba la leche; pero en lugar de leche corrió roja sangre, y al beberla se hicieron más fieros que nunca. Jamás se saciaban de ella.
Así, que mataron muchísimas otras ovejas, y robaban las de sus hermanos, y bebieron sangre y comieron carne.
Entonces dijo el Mago: "Es necesario crear más animales, de lo contrario pronto no quedará ninguno en la tierra." Y sopló otra vez en su gaita. Y he aquí que al instante aparecen toros salvajes y caballos alados de largas y escamosas colas y elefantes y serpientes. Y los niños comenzaron entonces a pelear con las bestias salvajes y crecieron altos y robustos. Algunas de las bestias se dejaron amansar; pero otras perseguían a los niños y mataron a muchos, y como ya no vivían en paz ni seguridad aparecieron pestes y enfermedades; de suerte que bien pronto llegaron a ser como los habitantes de los demás países; y el Mago estaba cada vez más triste y melancólico, desde que todo lo que había creado para bienestar y felicidad de sus hijos se convertía en mal irremediable. Sus criaturas ni lo amaban ya ni se fiaban de él; y en lugar de atribuirse a sí mismos la causa de todas aquellas terribles calamidades, le echaban la culpa al mismo bondadoso padre, diciendo que su creador les enviaba aquellos desastres por vía de entretenimiento.
Y ni siquiera escuchaban ya el dulce son de la gaita que tanto había deleitado sus oídos en los primeros días, y por cierto que el gigante no se cuidaba ya de tañerla.
Abrumado de tristeza yacía dormido por largas horas bajo las sombras de sus cejas, que habían crecido muy largas, cubriéndole el rostro. Mas a veces despertaba, y aplicando la gaita a sus labios soplaba con tal energía y furor que se levantó una temerosa tempestad, haciendo chocar unos árboles con otros, y al poco tiempo todo el bosque ardía en llamas. Entonces se levantó con el árbol que crecía en su cabeza, y tocando las nubes, rasgó su seno y descendió copiosa lluvia que en breves instantes apagó el fuego.
Entretanto los seres humanos sólo tenían un pensamiento: cómo hacer callar aquella odiosa gaita para siempre. Así es que se armaron de lanzas, espadas, hondas y piedras, y se apercibieron para dar la batalla al gigante; mas éste, al verles, soltó tan tremenda carcajada, que hubo un temblor de tierra, tragándose a muchos de ellos con sus chozas y ganado.
Entonces enviaron otro ejército provisto de resinosas teas de pino para quemar su barba; pero él no hizo más que estornudar y se apagaron al instante las antorchas, derribando por tierra a todos sus enemigos. Un tercer ejército trató de amarrarle mientras dormía; pero con estirar sólo sus miembros, rompiéronse al instante sus ligaduras, reduciendo a átomos a todos los que le rodeaban.
 También enviaron contra él todas las bestias y animales feroces; mas apenas él lanzó un ligero soplo al viento, cuando comenzaron a caer abundantísimos copos de nieve que lo fue cubriendo todo y sepultó profundamente a los animales, esparciendo una espesa capa de hielo sobre ellos, de suerte que, aunque ya no se ven sobre la tierra aquellas feroces bestias, aun yacen con piel y carne allá, heladas, ateridas, pero sin haber cambiado de forma.
Trataron, por fin, de robarle la gaita mientras el gigante yacía dormido; pero la tenía debajo de la cabeza, y era tan pesada, que ni los hombres ni las bestias juntos eran capaces de moverla. Mas abrieron astutamente un agujero en el fuelle, y ¡oh terror!, se levantó tal tormenta, que nadie podía distinguir la tierra, el mar o el firmamento por la espesa negrura que todo lo envolvía, pereciendo en aquel cataclismo casi todo lo que alentaba sobre el Universo.
Pero el gigante ya no despertó jamás, y allí yace todavía durmiendo con la gaita debajo de la cabeza, sonando a veces, cuando los vientos soplan de aqueste lado de la cordillera.
¡Si alguno pudiera poner un parche en el fuelle de aquella encantada gaita, Serrilla volvería a ser otra vez del dominio de los niños!


FIN